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Boletín de novedades de El Arka

 
Alojado en egrupos.net

SAN BERNARDO

Esta traducción del Saint Bernard, de René Guénon, está hecha de la edición impresa en octubre de 1987, y publicada, en una nueva edición, por Éditions Traditionnelles, París, 1994. Traducción del francés por M.A.Aguirre.

Retablo de San Bernardo
Retablo de San Bernardo, S.XII. Mallorca

   Entre las grandes figuras de la Edad Media, hay pocas cuyo estudio sea más apropiado que la de san Bernardo para disipar ciertos prejuicios queridos por el espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver a un puro contemplativo, que siempre ha querido ser y permanecer como tal, llamado a desempeñar un papel preponderante en la dirección de los problemas de la Iglesia y del Estado, y salir bien, a menudo, allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué más sorprendente e incluso más paradójico, según la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente sino desdén por lo que llama “las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles”, y que triunfa no obstante sin esfuerzo de los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de san Bernardo podría parecer destinada a mostrar, mediante un ejemplo brillante, que existe, para resolver los problemas del orden intelectual y también del orden práctico, otros medios muy diferentes de los que nos hemos acostumbrado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos que están al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni incluso la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así en cierto modo como una refutación anticipada de esos errores, opuestos en apariencia, pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y, al mismo tiempo, confunde y derriba, para quien la examina imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores “científicos” que estiman, con Renan, que “la negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica”, lo cual admitimos por otra parte de buen grado, pero porque vemos en esta incompatibilidad todo lo contrario de lo que ellos ven, la condena de la “crítica” misma, y no la de lo sobrenatural. En verdad, ¿qué lecciones podrían, en nuestra época, ser de más provecho que éstas?   
San Bernardo en la Divina Comedia
Canto XXXII de la Divina Comedia:
San Bernardo explica a Dante la disposición dela Rosa cándida.
Italia ca. 1450 Codice Yate Thompson 36. British Lybrary

       Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de Borgoña, y, si señalamos este hecho, es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos que hablar a continuación, pueden hasta cierto punto estar vinculados a este origen. No queremos solamente decir que es posible explicar por esto el ardor a veces belicoso de su celo o la violencia que aportó en numerosas ocasiones en las polémicas a las que se vio llevado, y que eran por otra parte cara al exterior, ya que la bondad y la dulzura constituían indiscutiblemente el fondo de su carácter. A lo que pensamos sobre todo aludir, son a sus relaciones con las instituciones y el ideal caballerescos, a los cuales, además, hay que conceder gran importancia si queremos comprender los acontecimientos y el espíritu mismo de la Edad Media.

Blason
Capitel de la iglesia de Saint Bernard. Dijon

     Es hacia los veinte años cuando Bernardo concibe el proyecto de retirarse del mundo; y logra en poco tiempo hacer compartir sus puntos de vista a todos sus hermanos, a algunos de sus allegados y a cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, pese a su juventud, que pronto “llegó a ser, dice su biógrafo, el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verlo abordar a sus amigos”. Hay ya en esto algo de extraordinario, y sería ciertamente insuficiente invocar la fuerza del “genio”, en el sentido profano de esta palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale más reconocer en esto la acción de la gracia divina que, penetrando en cierto modo toda la persona del apóstol e irradiando fuera mediante su superabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que podemos también, restringiendo en ello más o menos el alcance, aplicar a todos los santos?

   
familia de San Bernardo
San Bernardo y familia.
Cod .français 245. BNF "Legenda aurea"

  Es pues acompañado de una treintena de jóvenes cuando Bernardo, en 1112, entró en el monasterio del Cister, que había escogido en razón del rigor con el que se observaba la regla, rigor que contrastaba con el relajo que se había introducido en todas las otras ramas de la Orden benedictina. Tres años más tarde, sus superiores no dudaron en confiarle, a pesar de su inexperiencia y de su salud delicada, la dirección de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Claraval, la cual debía gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecerían a menudo en el curso de su carrera. El renombre de Claraval no tardó en extenderse a lo lejos, y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando murió su fundador, albergaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado a luz a más de sesenta nuevos monasterios.

angel
Angel. Cod. Harley 3244. Theological miscellany. England, 1225

     El cuidado que Bernardo dedicó a la administración de Claraval, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida ordinaria, la parte que tomó en la dirección de la Orden cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgían frecuentemente con las Órdenes rivales, todo esto hubiera ya bastado para probar que lo que llamamos el sentido práctico puede muy bien aliarse a veces con la más alta espiritualidad. Había en esto más de lo que hubiese sido necesario para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y sin embargo Bernardo iba pronto a ver abrirse ante él otro campo completamente distinto de acción, bien a pesar suyo por otra parte, ya que nunca temió nada tanto como estar obligado a salir de su claustro para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, de los que había creído poder aislarse por siempre jamás para dedicarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, “la única cosa necesaria”. En esto, se equivocó mucho; pero todas las “distracciones”, en el sentido etimológico, a las que no pudo substraerse y de las que llegó a lamentarse con cierta amargura, no le impidieron alcanzar las cimas de la vida mística. Esto es muy notable; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, le llamaron para su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no hizo nada respecto al mundo, todos, incluidos los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual, y no sabemos si esto es más para alabanza del santo o de la época en la que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquel en el que un simple monje  podía, mediante la sola irradiación de sus virtudes eminentes, llegar a ser en cierto modo el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro indiscutible de todos los conflictos en los que el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver finalmente armadas de varios cientos de miles de hombres levantarse a su predicación!

Visión de San Bernardo
Visión de San Bernardo.
Lippi, Fra Filippo. ca. 1406. Palazzo della Signoria.
National Gallery

     Bernardo había comenzado temprano a denunciar el lujo en que vivían entonces la mayoría de los miembros del clero secular y también los monjes de ciertas abadías; sus amonestaciones habían provocado conversiones resonantes, entre las cuales la de Suger, el ilustre abad de San Dionisio, quien, sin ostentar aun el título de primer ministro del rey de Francia, desempeñaba ya las funciones. Fue esta conversión la que hizo conocer a la corte el nombre del abad de Claraval, al que se consideraba, parece, con un respeto mezcla de temor, porque se veía en él al adversario irreducible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Gordo y diversos obispos, y protestar abiertamente contra las usurpaciones del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, no se trataba aun en esto más que de asuntos puramente locales, que interesaban solamente a tal monasterio o a tal diócesis; pero, en 1130, ocurrieron acontecimientos de gravedad muy diferente, que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y fue en esta ocasión cuando el renombre de Bernardo debió difundirse por toda la Cristiandad.

caridad
Caridad
National Library of the Netherlands. France,1512


     No tenemos que referir aquí la historia del cisma en todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos facciones rivales, habían elegido sucesivamente a Inocencio II y a Anacleto II; el primero, obligado a escaparse de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia universal. Fue Francia la que respondió primera; en el concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, “como un verdadero enviado de Dios” en medio de los obispos y de los señores reunidos; todos siguieron sus pareceres sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocencio II. Este se encontraba entonces en suelo francés, y fue en la abadía de Cluny donde Suger fue a anunciarle la decisión del concilio; recorrió las principales diócesis y fue acogido en todas partes con entusiasmo; este movimiento iba a llevar consigo la adhesión de casi toda la Cristiandad. El abad de Claraval se dirigió ante el rey de Inglaterra y triunfó pronto de sus vacilaciones; quizás tuvo también parte, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocencio II por el rey Lotario y el clero alemán. Fue después a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerardo de Angulema, partidario de Anacleto II; pero fue solamente en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, cuando debía lograr ahí destruir el cisma obrando la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo, debió dirigirse a Italia, llamado por Inocencio II que había vuelto allí con el apoyo de Lotario, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y de Génova; era necesario encontrar un arreglo entre las dos ciudades rivales y hacérselo aceptar; fue Bernardo quien fue encargado de esta difícil misión, y la cumplió con el más maravilloso éxito. Inocencio pudo al fin entrar en Roma, pero Anacleto siguió parapetado en San Pedro del que fue imposible apoderarse; Lotario, coronado emperador en San Juan de Letrán, se retiró pronto con su armada; tras su marcha, el antipapa reemprendió la ofensiva, y el pontífice legítimo debió huir de nuevo y refugiarse en Pisa.
     El abad de Claraval, que había vuelto a su claustro, recibió estas noticias con consternación; poco después le llegó el rumor de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar toda Italia a la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurar allí su propia supremacía. Bernardo escribió enseguida a los habitantes de Pisa y de Génova para animarlos a permanecer fieles a Inocencio; pero esta fidelidad no constituyó sino un débil apoyo, y, para reconquistar Roma, sólo se podía esperar una ayuda eficaz de Alemania. Desgraciadamente, el Imperio era siempre presa de la división, y Lotario no podía regresar a Italia antes de haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo marchó a Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; allí también, sus esfuerzos fueron coronados de éxito; y vio consagrar a la dichosa nacida en la dieta de Bamberg, que abandonó después para dirigirse al concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. En esta ocasión, tuvo que amonestar a Luis el Gordo, que se había opuesto a la marcha de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada, y los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de la época, su puerta estaba asediada por aquellos que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de resolver a su gusto todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado después en Milán para traer de nuevo esta ciudad a Inocencio II y a Lotario, se vio aclamado por el clero y los fieles quienes, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacerle su arzobispo, y sintió mucho sustraerse a este honor. No aspiraba más que a regresar a su monasterio; volvió en efecto, pero no fue por mucho tiempo.

   imagen
Sacerdote recibiendo la llave y la espada.
Cod. français 376."Peregrinaje de la vida humana" Guillaume de Digulleville

  Desde comienzos del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para ir, conforme al deseo del papa, a reunirse en Italia con la armada alemana, mandada por el duque Enrique de Baviera, yerno del emperador. Había estallado el desacuerdo entre éste e Inocencio II; Enrique, poco preocupado por los derechos de la Iglesia, fingía en toda ocasión no ocuparse más que de los intereses del Estado. También en este caso el abad de Claraval tuvo mucho que hacer para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en ciertas cuestiones de investiduras, en las que parece haber jugado constantemente un papel de moderador. No obstante, Lotario, que había tomado él mismo el mando de la armada, sometió toda la Italia meridional; pero se equivocó al rechazar las proposiciones de paz del rey de Sicilia, quien no tardó en tomarse su revancha, asolándolo todo. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campamento de Roger, quien acogió muy mal sus palabras de paz, y a quien predijo una derrota que se produjo en efecto; después, pegándose a sus pasos, se reunió con él en Salerno y trató de disuadirlo del cisma al que la ambición le había llevado. Roger permitió escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocencio y de Anacleto, pero, aunque pareció que llevaba la investigación con imparcialidad, no buscó sino ganar tiempo y rehusó tomar una decisión; al menos este debate tuvo como feliz resultado aportar la conversión de uno de los principales autores del cisma, el cardenal Pedro de Pisa, a quien Bernardo llevó con él al lado de Inocencio II. Esta conversión daba un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharla, y en Roma mismo, mediante su palabra ardiente y convincente, logró en algunos días apartar del partido de Anacleto a la mayoría de los disidentes. Esto sucedía en 1137, hacia la época de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos de los cardenales más comprometidos con el cisma eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo, y, el día de la octava de Pentecostés, se sometieron todos; a la semana siguiente, el abad de Claraval volvió a emprender el camino de su monasterio.
     Este resumen muy breve basta para dar una idea de lo que podríamos llamar la actividad política de san Bernardo, que por otra parte no paró ahí: de 1140 a 1144, protestó contra la intromisión abusiva del rey Luis el Joven en las elecciones episcopales, después intervino en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero resultaría pesado extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, podemos decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia, y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Esta preocupación constante de la unidad es la que le anima en su lucha contra el cisma; es también la que le hace emprender, en 1145, un viaje al Languedoc para traer de nuevo a la Iglesia a los herejes neo-maniqueos que comenzaban a propagarse en esta comarca. Parece que tuvo sin cesar presente en el pensamiento esta palabra del Evangelio: “Que sean todos uno, como mi Padre y yo somos uno”.

Arca alianza
El arca de la alianza.
Ginard des Moulins. Bible historiale, France s.XV BNF

     Sin embargo, el abad de Claraval no tuvo solamente que luchar en el dominio político, sino también en el dominio intelectual, en el que sus triunfos no fueron menos brillantes, puesto que fueron señalados por la condenación de dos adversarios eminentes, Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero se había granjeado, por su enseñanza y sus escritos, la reputación de un dialéctico de los más hábiles; abusaba incluso de la dialéctica, pues, en lugar de no ver en ella sino lo que ella es realmente, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la contemplaba casi como un fin en sí misma, lo que llevaba naturalmente a un modo de verbalismo. Parece también que hubo en él, ya sea en el método, ya sea en el fondo mismo de sus ideas, una busca de la originalidad que le acerca un poco a los filósofos modernos; y, en una época en la que el individualismo era algo casi desconocido, este defecto no podía correr el peligro de pasar por una cualidad como sucede en nuestro días. Además algunos se inquietaron enseguida por estas novedades, que no tendían a nada sino a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el de la fe; no es que Abelardo fuese, hablando con rigor, un racionalista como se ha pretendido a veces, ya que no hubo racionalistas antes de Descartes; pero no supo distinguir entre lo que depende de la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y ahí está la raíz de todos sus errores. ¿No llegó hasta sostener que los filósofos y los dialécticos gozan de una inspiración ordinaria que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Comprendemos sin esfuerzo que san Bernardo, cuando llamaron su atención sobre semejantes teorías, se levantara contra ellas con fuerza e incluso con una cierta vehemencia, y también que haya reprochado amargamente a su autor haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, que comenzó en conversaciones particulares, tuvo en seguida una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios; Abelardo, confiando en su habilidad de manejar el razonamiento, pidió al arzobispo de Sens reunir un concilio ante el cual se justificaría públicamente, ya que pensaba llevar la discusión de tal modo que confundiría fácilmente a su adversario. Las cosas pasaron de manera muy diferente: el abad de Claraval, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso comparecería como acusado; en una sesión preparatoria, presentó las obras de Abelardo y sacó de ellas las proposiciones más temerarias, probando su heterodoxia; al día siguiente, siendo introducido el autor, le requirió, tras haber enunciado esas proposiciones, que las retractara o que las justificara. Abelardo, presentando desde ese momento una reprobación, no atendió al juicio del concilio y declaró en seguida que apelaba a la corte de Roma; el proceso siguió su curso, y, desde que fue pronunciada la condena, Bernardo escribió cartas de una elocuencia apremiante a Inocencio II y a los cardenales, de manera que, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, cerca de Pedro el Venerable, quien le preparó una entrevista con el abad de Claraval y consiguió reconciliarlos.
     El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, el obispo de Poitiers, concerniente al misterio de la Trinidad; estos errores provenían de que su autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó sin dificultad; también le fue simplemente prohibido leer o transcribir su obra antes de que no estuviera corregida; su autoridad, a parte de  los puntos particulares que estaban en juego, no se vio alcanzada, y su doctrina permaneció afamada en las escuelas durante toda la Edad Media.

Dante
Oración de San Bernando a la Virgen para que por su intermedio Dante contemple lo inefable. Canto XXXIII. Divina Comedia

     Dos años antes de este último asunto, el abad de Claraval tuvo la dicha de ver subir al trono pontifical a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, quien tomó el nombre de Eugenio III, y siguió siempre teniendo con él las más afectuosas relaciones; este nuevo papa es quien, casi desde el comienzo de su reinado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta ahí, la Tierra Santa no había ocupado, en apariencia al menos, más que un pequeño lugar en las preocupaciones de san Bernardo; no obstante sería un error creer que permaneció completamente extraño a lo que pasaba allí, y la prueba está en un hecho sobre el que, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hablar de la parte que había tomado en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las órdenes militares por la fecha y por la importancia, la que iba a servir de modelo a todas las demás. En 1128, aproximadamente diez años después de su fundación, es cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes, y fue Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, fue encargado de redactarla, o al menos de delinear las primeras trazas, ya que parece que no fue sino un poco más tarde cuando fue requerido para completarla, y que no acabó la redacción definitiva hasta 1131. Comentó después esta regla en el tratado De laude novae militiae, en el que expuso en términos de magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que llamaba la “milicia de Dios”. Estas relaciones del abad de Claraval con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no contemplan sino como un episodio bastante secundario de su vida, tenía ciertamente otra importancia a los ojos de los hombres de la Edad Media; y hemos mostrado por otra parte que constituyen sin duda la razón por la que Dante debía escoger a san Bernardo por guía en los últimos círculos del Paraíso.

Eleccion
Godofredo de Boullon como abogado del Santo Sepulcro.
"Histoire d´outremer" Guillaume de Tyr. ca.1280

     Desde 1145, Luis VII tenía el proyecto de ir en auxilio de los principados latinos de Oriente, amenazados por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros le había obligado a aplazar su realización, y la decisión definitiva se había remitido a una asamblea plenaria que debía celebrarse en Vézelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encargó al abad de Claraval que le reemplazase en esta asamblea; Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la mayor acción oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Animado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando en todas partes la cruzada con un ardor infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó después a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos resultados que en Francia; el emperador Conrado, después de haberse resistido cierto tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia mediados de 1147, la armada francesa y la alemana se ponían en marcha para esta gran expedición, que, a pesar de su formidable apariencia, acabaría en un desastre. Las causas de este fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos buscaron, sin justificación, achacar la culpa al abad de Claraval. Este debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desdichas acaecidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así “las promesas de Dios permanecían intactas, ya que no prescribían contra los derechos de su justicia”; esta apología está contenida en el libro De Consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de san Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otra parte, no todos se dejaron llevar por el desánimo, y Suger concibió en seguida el proyecto de una nueva cruzada, de la que el abad de Claraval debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo su ejecución. San Bernardo murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas testimonian que se preocupó hasta el final de la liberación de la Tierra Santa.
     ¿Si el objetivo inmediato de la cruzada no se había logrado, debemos decir por ello que tal expedición era completamente inútil y que los esfuerzos de san Bernardo se habían gastado en pura pérdida? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar de esto los historiadores que se atienen a las apariencias externas, ya que había en estos grandes movimientos de la Edad Media, de un carácter político y religioso a la vez, razones más profundas, una de las cuales, la única que queremos señalar aquí, era mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización normal, que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; a la pérdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue llevada a cabo en el dominio religioso por la Reforma, lo fue en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida por la destrucción del régimen feudal; y podemos decir, desde este último punto de vista, que quien dio los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que, por una coincidencia que nada tiene de fortuita, destruyó la Orden del Temple, atacando con ello directamente la obra misma de san Bernardo.

Muerte de Felipe el Hermoso
Muerte de Felipe el Hermoso por un jabalí.
Cod. Français 226. siglo XV BNF

     En el transcurso de todos sus viajes, san Bernardo sostuvo constantemente su predicación mediante numerosas curaciones milagrosas, que eran para la muchedumbre como signos visibles de su misión; estos hechos han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ellos sino de mala gana. Quizás esta reserva le era impuesta por su extrema modestia; pero sin duda también no atribuía a estos milagros más que una importancia secundaria, considerándola solamente como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayoría de los hombres, de acuerdo a la palabra del Cristo: “¡Dichosos los que creerán sin haber visto!”. Esta actitud estaría de acuerdo con el desdén que manifiesta en general por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; le han podido incluso reprochar, con cierta apariencia de verdad, no sentir sino desprecio por el arte religioso. Quienes formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que estableció él mismo entre lo que llama la arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: solamente esta última es la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es sino a los religiosos y a quienes siguen el camino de la perfección que prohibió el “culto a los ídolos”, es decir a las formas, de las que proclama al contrario la utilidad, como medio de educación, para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las figuras desprovistas de significado y que no tienen más que un valor puramente ornamental, no ha podido querer, como se ha pretendido falsamente, proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, cuando él mismo hacía en sus sermones un frecuente uso de éste.

cruz
Del castillo Monfort. ca. 1220-1230 MOMA

     La doctrina de san Bernardo es esencialmente mística; por ello, entendemos que contempla sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, que sería por otra parte erróneo interpretar aquí en un sentido simplemente afectivo como hacen los modernos psicólogos. Como muchos de los grandes místicos, fue atraído especialmente por el Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosiguió a través de casi toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema a la que el alma llega en el éxtasis. El estado extático, tal como él lo entiende y ciertamente lo ha experimentado, es un tipo de muerte a las cosas de este mundo; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los tratados dogmáticos de san Bernardo; el título de uno de los principales, De diligendo Deo, muestra en efecto suficientemente qué lugar tiene ahí el amor; pero estaríamos equivocados si creyéramos que esto sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Claraval quiso siempre permanecer extraño a las vanas sutilidades de la escuela, es porque no tenía necesidad alguna de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan por alcanzar mediante una vía indirecta y como por tanteo, él lo alcanzaba inmediatamente, por la intuición intelectual sin la cual ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no podemos aprehender más que una sombra de la verdad.

corazón
Alegoría de la Preciosa Posesión.
Cod. français 1174 "Douze dames de rhetorique" s.XV

     Un último aspecto de la fisonomía de san Bernardo, que es esencial señalar también,  es el lugar eminente que ocupa, en su vida y en sus obras, el culto a la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas, que son quizás por lo que ha permanecido el más popular. Le gustaba dar a la Santa Virgen el título de Nuestra-Señora, cuyo uso se ha generalizado después de su época, y sin duda en gran parte gracias a su influencia; esto es porque era, como se ha dicho, un verdadero “caballero de María”, y la contemplaba verdaderamente como su “dama”, en el sentido caballeresco de esta palabra. Si comparamos este hecho con el papel que juega el amor en su doctrina, y que jugaba también, bajo formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias de las Órdenes de caballería, comprenderemos fácilmente por qué hemos tenido cuidado de mencionar sus orígenes familiares. Hecho monje, permaneció siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por esto mismo, podemos decir que estaba en cierto modo predestinado a jugar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque tenía en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro. Monje y caballero juntos, estos dos caracteres eran los de los miembros de la “milicia de Dios”, de la Orden del Temple; eran también, y ante todo, los del autor de su regla, del gran santo al que se ha llamado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin cierta razón, al prototipo de Galaad, el caballero ideal y sin mancha, al héroe victorioso de la “demanda del Santo Grial”.

imagen
Galaad en la nave maravillosa
Cod. français 111."Búsqueda del santo Grial". s.XV

   (20 de agosto, onomástica de san Bernardo)


 

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